viernes, 10 de agosto de 2007

¡LA SANGRÍA! Artículo dedicado a los amigos del Archeocampus de Opi, en el Abruzzo italiano.

Primero queremos hablar del Abruzzo italiano, una tierra donde se funden el mar y la montaña, colinas verdes en las que en algunos lugares se respira la brisa marina. Colinas y colinas que forman un relieve que nace en el Adriático y se acerca hasta el comienzo de las estribaciones del Gran Sasso, formando una paradisíaca estampa con diferentes colores y olores.




Es éste un amplio territorio con parques naturales, tierra de lagos, como el de Barrea o el de Scanno, en los que tuvimos la fortuna de sumergir nuestros cuerpos en sus aguas transparentes. Reservas de naturaleza, donde puedes encontrar sin pestañear un ciervo o acercársete con naturalidad un jabato, o donde los osos se esconden entre la densidad de sus vastas montañas. Una tierra que a veces tiembla con bravura, para terror de sus habitantes, pero que posee un encanto que queremos insinuar. A esta tierra, en la antigüedad cuna del pueblo samnita, hemos tenido la fortuna de acudir en estos días estivales, compartiendo nuestros quehaceres gastronómicos de época antigua con los amigos que allí han quedado, y de los que conservamos un recuerdo perdurable.



En estos lugares, en el transcurso de una agradable sobremesa arqueológica a pie de excavación, y tras devorar una rápida pasta “arqueológica” con pomodoro y ricotta, hablamos de sangría. Y aquí está, en las siguientes líneas queremos dar unas pinceladas sobre esta fantástica bebida, cumpliendo la promesa hecha a nuestros amigos del “Archeocampus”. Fieles a nuestra habitual línea “blogera”, y siguiendo este propósito narrativo, iniciaremos antes un viaje en el tiempo para hacer unas cuantas reflexiones…


Hoy, buenísimos tiempos corren para los que amamos el vino, para los que sentimos a Baco como nuestro rey de relación con los amigos. Con delectación aceptamos que nuestro Mediterráneo haya dejado paso al privilegio de único productor de buen vino. Este líquido preciado, rico en sensaciones, hace tiempo que traspasó mares y conquistó nuevas tierras. En nuestras mesas hemos probado excelentes vinos australianos o americanos, impensables para un habitante de la antigua Hispania, y con este preámbulo, viajemos ahora atrás, como suele ser habitual entre nosotros, hablemos una vez más de romanos.



En aquellos primeros años que rodearon a nuestra era computacional, es cierto que no todos los estratos de la población podían llegar a alcanzar un paroxismo gastronómico, en el que el vino de primera calidad presidiera sus ágapes. Lo mismo sucede ahora, en los tiempos que nos está tocando vivir, no nos engañemos: esas selectas excelencias caldosas salidas de singulares bodegas, no son bebida habitual y ni siquiera apta para el común de nuestros bolsillos. Algo así se viviría en la antigua provincia romana en la que hemos nacido algunos, la romana Hispania, nombre nada ajeno al de los conejos, y algo así se viviría también en el extenso territorio en forma de bota en el que Petronio ubicó a un personaje ficticio muy particular, el rico Trimalción, que hoy llamaríamos, “el colega espléndido”. Aquellos vinos etiquetados en ánforas bajo la D.O. -que ya la había entonces-, Másico, Albano, Cécubo, Setino o aquel “FALERNO OPIMIANO DE CIEN AÑOS”, vinum merum centenario ofrecido por los esclavos del excelente rico protagonista del Satiricón, al compás de su batir de palmas, mientras exclamaba a guisa de reflexión aquellas frases: «¡Oh, fatalidad! ¡Por consiguiente el vino vive más que el pobre hombre! Mojémonos pues el gaznate. La vida es vino. Os estoy sirviendo un legítimo Opimiano», no eran, ¡valganos Júpiter!, los vinos comunes de los romanos, vinos acéticos en muchas ocasiones, a veces sorprendentemente ahumados y/o mejorados las más de las veces con singulares adiciones de elementos más o menos naturales, como la sal, el aloe, el fenogreco, o de preparados varios que ayudaban a hacerlos más agradables al paladar del pueblo, el gran consumidor de aquellos caldos sencillos. Se hicieron así populares sustancias mejorantes como el defrutum, aquel aromático arrope ensalzado por los pueblos antiguos, que ha quedado relevado en la actualidad a una preparación poco habitual presentada hoy en el mercado como dulce empalagoso, harto de glucosa, bajo denominaciones varias.

Abundaban los vinos pobres, muchos de ellos pródigos en sensaciones añadidas, vinos populares al alcance del pueblo, vinos que se debatían entre el alimento y la medicina, en una unión ésta ya proclamada por Hipócrates y que se demostró real entre nuestros antepasados (para algunos, ¡oh fortuna!, aún lo sigue siendo). Aquellos vinos condimentados, enriquecidos - hoy muchos dirían “desnaturalizados”- con especias y otros condimentos, debieron tener bastante popularidad entre los romanos, y en verdad los hubo aptos para las buenas mesas, y si no ¿que pensar de aquellos uina condita, o uina ficticia, vinos no sólo cocidos, sino condimentados con hierbas aromáticas, especias y otros condimentos? Aquellos caldos alcohólicos, digestivos o tónicos reconstituyentes, se obtenían mediante la maceración de diversos elementos, generalmente de origen vegetal, como azafrán, almáciga (la resina del lentisco), costo, hojas de nardo, ajenjo, dátiles, rosas, violetas, hojas de cidro, bayas de mirto, pimienta, ... Éstas excelentes bebidas siguieron siendo el estímulo de delectantes bebedores a través de los siglos: así las clareas, los “piments” catalanes o el hipocrás, por no hablar de otras preparaciones. Aún hoy en los mercados navideños alemanes podemos encontrar algo parecido, el “Glühwein”, palabra que nos resulta impronunciable, y a la que pudimos acceder sencillamente poniéndonos a la cola del puesto humeante del mercado correspondiente.

Aquellas bebidas, llegados los años del medievo se enriquecieron con nuevas adiciones convertidas por su frecuencia, en habituales. Así, a las antiguas preparaciones romanas, se sumaron elementos aromatizantes, que aquellos ya conocían, pero que vinieron a usarse por los medievales con mayor profusión, como los clavos de olor, también llamados “claveles”, nueces moscadas, jengibre, canela, azúcar, miel o aquel exótico espicanardo o nardo de la India, tan preciado en toda la antigüedad por su excelente aroma y sabor, que hoy ha desaparecido para nuestros sentidos, por no hablar de un sinfín de coloridos componentes que ayudaron a aromatizar con delicadeza aquellas bebidas estimulantes, más o menos cuidadas, que hoy a buen seguro nos sorprenderían.

Tiempo al tiempo, las hojas de cidra dieron paso a la incorporación de la aromática acidez de otros cítricos, como la naranja o el limón, y la miel fue, verbigracia de las cosas de la economía y las nuevas vías comerciales, desbancada por el azúcar, y aún la audacia fue más allá, cuando en nuestros tiempos coetáneos se incorporaron a la antigua preparación las burbujas en notas chispeantes, como chispeante es también nuestro carácter mediterráneo. Sí señor, llegaron hasta aquellas bebidas las pizpiretas gaseosas, las limonadas comerciales cargadas de burbujas (no decimos nombres) y se incorporaron también los licores frutales de cerezas, naranjas,… e incluso los siropes. Y en toda esta amalgama, nacieron los ponches y los nuevos vinos condimentados, llamados sangrías, cuervas, zurras y zurracapotes, limonadas, calimocho (añadiéndole cola, ¡válganos Hermes!), pitilingorri, e incluso el cava ya tiene su propia sangría. Nos atrevemos a incluir en la lista el tinto de verano por la costumbre generalizada de añadir en su composición algún licor frutal.


En la imagen de la derecha, dos cidras verdes, los catalanes poncems

Si los romanos tenían sus propias copas para preparar las mezclas vínicas, también en nuestros tiempos, poncheras y cuerveras, entre otras denominaciones según el lugar, irrumpieron en las industrias y en los artesanos alfares populares como piezas destinadas a tales fines.


Y hasta aquí hemos llegado, sólo nos queda finalizar con nuestra particular y económica receta de zurra (en la manchuela de Cuenca se llama así, y en nuestras venas corre sangre de aquellos lares), una sencilla receta familiar heredada durante generaciones que se hacía en un lebrillo de barro, y se refrescaba con agua del pozo o sencillamente bajándola a la cueva. Allá va:




200 grs. de azúcar,
1 vaso de agua fría,
½ litro de gaseosa,
1 I 1/2 litros de vino tinto,
corteza de 2 limones,
1 rama de canela,
melocotón fresco o en almíbar,
hielo,


(a la derecha, una cuervera de Chinchilla conservada en el Museo del Pueblo Español de Madrid)

Disponer el vino y la rama de canela troceada en tres, en un recipiente grande. Añadirle el azúcar ya disuelto en el vaso de agua fría, macerar en esta preparación la corteza de limón y el melocotón troceado. Remover y dejar enfriar. En el momento de servir se puede añadir la gaseosa, y cuando se vierte en los vasos la fruta se sigue dejando en el recipiente.

Y para acabar, honremos a Baco, a quien, parafraseando a Giovanni Boccaccio, “se le llama Padre Líber porque parece llevar la libertad a los hombres, pues los esclavos bebidos, mientras les dura la borrachera, piensan haber roto las cadenas de la esclavitud; además libera de las preocupaciones y hace más seguros en la actuación, a los pobres los convierte en inmunes con sus beneficios y a los de baja condición los eleva hasta lo más alto” (Giovanni Boccaccio, “Genealogía de los dioses paganos”).

Nunc est bibendum, amigos!

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